CAPÍTULO II: Antecedentes u orígenes de la Informalidad
--
Por César Reyna Ugarriza
a) Conquista y Virreinato del Perú
En principio debe quedar meridianamente claro que la informalidad -ni siquiera la ambulatoria, comercial, productiva y económica- haya aparecido con posterioridad en el periodo republicano -hacia el final de la década del 50’- con la migración y urbaniza-ción masivas que se tradujeron en invasiones de terrenos y realización de construcciones no autorizadas, mezcladas estas actividades con el comercio ambulatorio. Esto de-be ser descartado de plano debido a que el fenómeno se introdujo con la conquista y la posterior colonización española. Queda también desechada la idea de que en el Incanato o las culturas precolombinas pudiera existir algo semejante en comparación. La razón es que bajo el dominio del Tahuantinsuyo, según cronistas hispanos, regía, en estricto, la aplicación de la ley o norma del Estado o civilización original.
Lo señalado en el párrafo anterior se deduce toda vez que, los Incas ni otras culturas contemporáneas jamás hubieran alcanzado cierto nivel de desarrollo, avance y control de un vasto territorio de haber admitido de la informalidad entendida como el desgobierno o descontrol en el que determinados grupos establecen su modo de vida, “valores” (o antivalores), comportamientos y relaciones entre sí, incluyendo la realización de actividades económicas y productivas. En tiempos precolombinos encontramos preceptos tales como el Ama Sua (no seas ladrón), Ama Llulla (no seas mentiroso) y Ama Quella (no seas flojo)[1]. Y no eran, desde luego, los únicos mandatos o reglas establecidas; pero ilustraban -y todavía ilustran- que robar, mentir y ser ocioso eran elementos corrosivos para la estabilidad o paz social.
La falta de valores y, sobre todo, de institucionalidad, son dos viejos proble-mas heredados del periodo virreinal en el que se produjo la fusión y/o asimi-lación cultural de los grupos originarios de la Costa y Los Andes con la cultura europea peninsular, así como con otras culturas que arribaron a tierras ameri-canas con posterioridad. Estos problemas derivan esencial y fundamental-mente de la informalidad generada en el encuentro entre dos mundos. Y, si hoy en día aquejan a la sociedad peruana y latinoamericana en general es por no haber desterrado eficazmente nuestra informalidad cultural, a la que se puede calificar como la madre de todos nuestros vicios sociales; pero también de parte de nuestra riqueza léxica o verbal, culinaria o gastronómica (origina-da en las calles y plazas), artística (musical, plástica, gráfica, etc.), emprende-dora e incluso resiliente frente a la adversidad, pero que en realidad se trata -esta última- de viejas formas aparentemente ingeniosas de supervivencia.
Esta contradicción revela que, pese a ser el principal obstáculo para alcanzar el desarrollo la informalidad cultural y económica ha servido para establecer una identidad cambiante -con el paso del tiempo- y amalgamar a muchos individuos que llegaron a un espacio desconocido, indiferente y muchas veces hostil, como sucedió con la migración de la sierra a las ciudades de la costa peruana.
Sin llegar a idealizar al Incanato, pues es sabido que este conquistaba y sometía a otros pueblos como cualquier otro imperio de la historia de la humanidad, tanto el clientelismo, la corrupción, la criminalidad, la falta de meritocracia, entre otros grandes males, surgen indiscutiblemente de la informalidad, a la que identificamos como causa matriz. Esta conclusión no es antojadiza sino que se basa en distintas evidencias, tanto empíricas como historiográficas, sociológicas, antropológicas, psicológicas y económicas (de la economía del comportamiento). Esta relación de causa-efecto es apreciable al estudiar los orígenes de ciertas prácticas, usos y costumbres locales. De ahí que echáramos mano de la historia para revisar los antecedentes de la infor-malidad, y el resultado de ello es inapelable y categórico: la conquista como el periodo colonial fueron tiempos o procesos marcados de principio a fin por la informalidad. En estas etapas encontramos detalles o datos interesantes sobre su surgimiento, modalidades o formatos que asumía, así como el intento de combate o represión de la misma, sobre todo en el plano comercial.
Para Noejovich y Salles (2011):
“el Virreinato del Perú en los siglos XVI-XVII puede decirse que se encontraba en los confines del imperio hispanoamericano. Un primer y obvio obstáculo para el “buen gobierno” de esos territorios era la distancia y, especialmente, la dificultad en las comunicaciones. Y una cuestión que surge es cómo se defendía un territorio tan extenso, cuya jurisdicción iba desde el istmo de Panamá hasta Tierra del Fuego. Desde este ángulo, nuestra tesis apunta a poner de relieve que, más allá de ver a Hispanoamérica como una fuente de recursos para la Corona, a través de las transferencias de oro y plata, desde el punto de vista político de los Habsburgo, las Indias eran un reino más en esa unión que se había iniciado con Carlos V y era importante para la posición política en el mundo de España mantener su posicio-namiento en América del Sur; la cuestión era cómo sostener esa complicada relación entre el interés político y las necesidades económicas de la Corona. En términos institucionales, existía un alto grado de autonomía, tanto formal como informal”[1].
No hay actividad realizada en dicha época que no hubiese sido forjada por la informalidad, condición que si bien llegó con los conquistadores fue adqui-riendo un nuevo cariz u otras dimensiones al fusionarse con las costumbres locales. Para el historiador, escritor y filólogo Fernando Iwasaki (1989)[2] “la informalidad del comercio ambulatorio” y “la industria urbana no agremiada” se conciben:
“(…) como una situación resultante de la acción de dos principios: el “costo de le-galización” — o costo de acceso a las oportunidades económicas y sociales que brinda el pertenecer al orden legal formal — y el “costo de la legalidad” — o todas aquellas cargas burocráticas, tributarias, legales, etc. que hacen difícil el que una persona, corporación o empresa legalmente establecidas se mantengan dentro del sistema formal”.
En cuanto al origen de la conquista, Iwasaki refiere que:
(…) la Conquista (iniciada en 1532) ha desatado una polémica que desde la prédica del padre Las Casas hasta nuestros días, se ha prolongado a lo largo de los años. Actualmente no se discute ya el carácter empresarial de la conquista de América, pero nosotros queremos establecer que se trató de una empresa “informal”.
Efectivamente, en una reciente publicación[3] hemos establecido que la conquista se basó en el proceso de dominación y colonización de grupos marginales progre-sivamente desplazados por el Estado: El proceso de conquista presenta aquí un mismo personaje: los grupos marginales, la multitud, y una nueva modalidad: el repliegue, o lo que es lo mismo, el desplazamiento de estos sectores por la Corona y sus segmentos. Obtener el éxito en la empresa implicaba para los conquis-tadores el abandono de la situación marginal y el disfrute de los beneficios de la legalidad. No obstante, esta situación ideal exigía un “costo de legalización” y un “costo de la legalidad”, principios ambos, que respondían a los intereses del Estado. Consecuentemente, los enfrentamientos entre la Corona y los señores indianos por la renta de la tierra y la mano de obra indígena, revelan la exis-tencia de dos políticas distintas en la conquista y colonización del Nuevo Mundo”.
Continúa Iwasaki:
“De acuerdo a lo anterior, la Conquista en si misma fue una empresa infor-mal, puesto que la Corona solo reconoció los territorios conquistados en capitula-ciones que se llevaron a cabo cuando los capitanes ya habían dilapidado sus fortunas, cuando lo poco que obtuvo la soldadesca se había alcanzado con mucho sacrificio y, también hay que decirlo, cuando muchos ya no podían disfrutar de los beneficios de la legalización de la empresa porque habían muerto en ella. El costo de esta legalización fue sumamente alto, pero el de la legalidad fue mayor aún, ya que el Estado pretendió -una vez establecidos los dominios- recortar el poder local y la autonomía de los conquistadores mediante las Leyes Nuevas y otras disposiciones. Y es que los conquistadores “no eran hombres que llevaran la intención de establecerse como obedientes burócratas; y era natural que la Corona los suplantara — una vez aseguradas sus conquistas — por hombres de su elección: funcionarios, abogados y eclesiásticos”.
Desde el inicio se presentaron tensiones entre los conquistadores con la Corona, convertidos luego en encomenderos, a quienes se les asignaba un territorio y determinada cantidad de población indígena con fines evangelizadores; pero en realidad bajo esta práctica se obtenía provecho de la masa de gente por medio del trabajo de la tierra, explotación en talleres, servicio doméstico, etc. Mediante el establecimiento de la Encomienda se reguló la distribución de la mano de obra para beneficio del conquistador.
En lo que respecta al comercio, en 1542 Lima presentaba una actividad comercial importante caracterizada por personas provenientes diversos estratos sociales, a saber:
“a) Grandes comerciantes: poseían tiendas en las Calles principales, las cuales eran sucursales de una firma sevillana y que involucraba toda una red de estable-cimientos similares en Peru y Mexico. Estos comerciantes administraban las com-pañías basándose en vínculos de parentesco, lo cual garantizaba un control de tipo familiar. Generalmente terminaban cerrando sus negocios en Lima para volver a Sevilla e integrarse a la Casa de Contratación o al Consulado de Cádiz’.
b) Mercaderes profesionales: fueron comerciantes sin vinculaciones en el exterior que establecieron negocios en la ciudad con la finalidad de radicar en la colonia. Eran personas instruidas y de gran habilidad en los negocios. No llegaron a convertirse en encomenderos, pero en el siglo XVII comenzaron a adquirir propiedades rústicas gracias a las composiciones de tierras. En el siglo XVI llegaron a ejercer cierta influencia en el cabildo[4], logrando que se fijaran los aranceles, pesos y medidas según sus conveniencias’”. Fueron los que con el tiempo formaron el Consulado de Lima.
c) Mercaderes de cajón: eran personas burdas, generalmente españoles y crio-llos que compraban para revender en el mismo lugar. Hacen frecuentes viajes ha-cia las provincias vendiendo toda suerte de bagatelas. En muchos casos incenti-varon la pequeña producción artesanal de los negros e indios, para vender sus productos en las ciudades y a menor precio que el ofrecido por los gremios y el cabildo. Se les llamó así por sus “cajones” o tiendas de madera colocadas en la vía pública. Algunos obtuvieron licencias para abrir pulpería y otros pasaron a tra-bajar directamente para la Corona, generando así una renta anual para la real hacienda.
d) Regatones: conocidos además como mercachifles, tratantes y oficiales; eran los vendedores ambulantes de las plazas, calles y mercados que le dieron a la Lima colonial ese aire de mercadillo del que hasta ahora no logra sacudirse”[5].
Con respecto a los ambulantes, Refiere Iwasaki que:
“los primeros ambulantes no fueron otros más que los soldados, que por su pequeño rango no obtuvieron mayores beneficios en los repartos del botín; los marineros, que aprovechaban así sus breves estadías en las ciudades y algunos extranjeros que llegaron a probar fortuna, pero que tuvieron que conformarse desempeñando oficios menores. A ellos se sumaron en un proceso sumamente acelerado los españoles y criollos empobrecidos, los mestizos; los negros (esclavos o libertos), las castas menores (mulatos, zambaigos, etc.) y, paulatinamente, los indios”[6].
Las actividades de los regatones fueron combatidas por diversos virreyes y el Cabildo en la plaza mayor, mercados y calles de Lima. La autoridad intentó controlar y fiscalizarlos sin mayor éxito y continuaron ejerciendo las misas actividades en la República. La gente acudía masivamente a sedes adminis-trativas y a la Catedral de Lima, y culminado el rito, compraban viandas y comían en la plaza mayor. Muchos comerciantes ambulatorios expendían sus productos en el propio atrio de la Catedral. Mercachifles, cargando sus productos al hombro o sobre mulas, ingresaban al Centro de la ciudad a ofrecer vegetales, frutas, carnes, etc. Tanto mestizos, criollos empobrecidos, indígenas y esclavos -con el permiso de sus amos- laboran en las calles sin disimulo.
Lima distaba de ser una ciudad ordenada. Las plazas se encontraban colma-das de personas de toda índole. Los indígenas ingresaban a la ciudad amura-llada (a partir de 1687) con permiso, pero una vez dentro transitaban muchas veces a su antojo y se les acusaba de ensuciar las calles y generar bullicio. Pese a los intentos por ordenar el comercio minorista, las autoridades vieron frus-tradas sus acciones muchas veces. El hecho de que la masa se dedicara al comercio callejero se debe la existencia de una sociedad de castas que impe-día, naturalmente, la movilidad social. Los pequeños comerciantes de alimen-tos, mercancías e intermediarios realizaban actividades por el establecimiento de un sistema discriminador y excluyente. Las reglas u ordenanzas prohibían que puedan ejercer oficios o profesiones destinadas para españoles y criollos, lo que les empujaba al comercio minorista y otras ocupaciones menores y escasamente rentables.
La gran metrópoli limeña atraía a diversos personajes con el afán de obtener ingresos. Los cajoneros competían deslealmente con los tenderos o dueños de pulperías al ubicarse frente a sus puestos, obstruyendo con ello su entrada. El Cabildo -antecedente del municipio- y el Tribunal de Comercio autorizaban el comercio dentro de la ciudad y cómo se organizaba. Los miembros de estas instancias eran españoles ricos e influyentes que buscaban beneficiar sus propios intereses. Muchos no reportaban el importe de sus ventas y no podían ser captados por el sistema tributario de la urbe para exigir-les el pago de impuestos. Los comerciantes informales vendían en función a la temporada y el lugar.
Pero el comercio informal no era exclusivo de comerciantes pequeños, sino también de importantes figuras del S.XVIII como Túpac Amaru II (el cacique José Gabriel Condorcanqui), quien comerciaba en el Alto Perú entre Cusco, Puno y el Virreinato del Río de la Plata. Túpac Amaru fue un arriero, por lo que transportaba diversos productos sobre decenas o cientos mulas; se le consideraba contrabandista. Este se rebeló contra las Reformas Borbónicas de la Corona (1776) luego de la separación “del territorio del Alto Perú del virreinato peruano, incorporándolo al recién creado Virreinato del Río de la Plata, rompiendo así una unidad económica y política que encontraba sus raíces los inicios de la colonia. (…) La producción textil del Cuzco se vio direc-tamente afectada debido a que la plata potosina salía ahora por el puerto de Buenos Aires y los bienes importados ingresaban al altiplano por el mismo puerto”[7].
La minería, por su parte, también se caracterizó por la informalidad. Así, para Noejovich (2016), por ejemplo:
“(…) existía una estructura formal/informal de la economía colonial, cuyo polo de desarrollo estaba nucleado en Potosí; esa dualidad se sustentaba en conductas que utilizaban intersticios en las ordenanzas legales”[8].
En el caso de Potosí, el denominado “Cerro Rico” donde se explotaba la plata en tiempos coloniales, actualmente en Bolivia, Noejovich considera que:
“podemos establecer dos cotas de producción real: una, según la relación institu-cional y otra, según la relación técnica. Obviamente esa diferencia era una producción de plata que no se registraba y circulaba en un “mercado informal” relacionado con el contrabando que ingresaba por el puerto de Buenos Aires”[9].
De lo reseñado hasta el momento, la informalidad tendría un origen legal basado en un sistema de privilegios implantado por los españoles, ya que por medio de este se llegó a excluir a la mayoría que no pertenecía a las castas superiores, dando lugar al establecimiento de diferenciaciones en función al nacimiento y la consiguiente ubicación en la pirámide social, por lo cual la masa indígena no podía desempeñar determinadas actividades y funciones al encontrarse reservadas para peninsulares y criollos. Esto implica que la deci-sión de convertirse en comerciantes informales es en realidad una de las pocas alternativas que los indígenas tuvieron para conseguir ingresos en un entorno social rígido y jerarquizado.
Sin embargo, el nacimiento de la informalidad es la expresión de la cultura de la época en el occidente cristiano ya que el racismo y la discriminación forma-ban parte inherente del estatus quo, y se plasmaban, por tanto, en leyes y otras disposiciones normativas. Las reglas de entonces se inspiraban en valo-res culturales comúnmente aceptados y divulgados. Lo que pretendemos afir-mar es que las reglas legales se inspiran en el sistema de valores y creencias dominantes en un determinado periodo de la historia, por lo que la informali-dad sería en realidad un producto cultural antes que uno de tipo exclusiva-mente legal.
Por tanto, si bien la informalidad evoluciona a partir de la cultura hispana del S.XVI y su ordenamiento jurídico, caracterizado también por una maraña de disposiciones legales, requisitos y vacíos que permitían o fomentaban el co-mercio ambulatorio informal entre otras actividades productivas al margen de supervisión oficial, no podemos ignorar que la informalidad se gesta, nutre y desarrolla gracias a los intercambios entre los distintos grupos sociales y eco-nómicos. Es pues en este proceso dinámico que se forma la informalidad que conocemos al día de hoy como producto o fenómeno cultural. Las barreras de acceso al mercado formal o a determinadas plazas de trabajo formales no son tan destacables como el curso del propio proceso evolutivo de la informalidad como manifestación cultural.
Lo que se pretende decir es que la manera de actuar o proceder de los españo-les fue transmitida mediante copiosos ejemplos a la población nativa, y fruto de esa interacción es que aparece la informalidad cultural como fenómeno híbrido propio de la mezcla o mestizaje de valores, costumbres, prácticas, reglas y códigos. Si pudiésemos indicar un momento histórico concreto en que surge la informalidad sería, sin duda alguna, el del incumplimiento de la libe-ración del Inca Atahualpa, rehén o prisionero de los conquistadores al mando de Francisco Pizarro en Cajamarca (1532) tras el pago del rescate por parte los súbditos indígenas[10]. Este hecho marcó un antes y después, legando una impronta en la historia nacional y latinoamericana pues significó el quebrantamiento de la palabra, de una formalidad o acuerdo en virtud del cual el Inca debía ser liberado.
Después de cumplir con su parte del trato, en lugar de excarcelarlo, los espa-ñoles sentenciaron a muerte a Atahualpa, atribuyéndole los delitos de idola-tría, fratricidio (se dice que ordenó la muerte de su medio hermano Huáscar), poligamia, incesto y lo acusaron además de ocultar un tesoro. Antes de ser morir le concedieron dos alternativas: ser bautizado como cristiano y luego ahorcado, o ser quemado en la hoguera. Al escoger la primera fue bautizado con el nombre cristiano de Francisco, siendo ejecutado el 26 de julio de 1533. Antes, el 18 de junio de 1533, Pizarro ordenó la fundición de lo recaudado para su reparto entre sus socios, lugartenientes y la soldadesca.
Este acto fundacional de la historia latinoamericana explica mucho de lo acontecido inmediatamente y tiempo después. De ahí que podamos afirmar que resolver los asuntos o cosas alejados de la forma prescrita representa una característica por excelencia de la cultura informal. En Pizarro y sus huestes podemos verificar diáfanamente el incumplimiento del acuerdo, la apropia-ción indebida del rescate sin cumplir con la obligación predeterminada (libe-rar a Atahualpa tras el pago), el engaño, la mentira o la estafa, ya que nunca hubo predisposición para acatar o asumir lo pactado, y, finalmente, el daño irreparable que significó la muerte del Inca a manos de sus captores. Todas estas conductas reflejan el desprecio por la formalidad y legalidad involucra-das.
Ahora bien, Macera (1977) ofrece, a nuestro entender, algunos ejemplos de informalidad en el periodo colonial. El historiador describe la manera en que algunos encomenderos aprovechaban su posición para hacerse del trabajo de la población indígena en sus haciendas, lo cual se encontraba prohibido por la Corona. El hacendado, como el encomendero, cuyos roles y figuras a veces coincidían, eran actores privados que suplían a los funcionarios oficiales en tareas administrativas y jurisdiccionales en la práctica[11].
“Es cierto que la Encomienda no daba propiedad sobre la tierra y en consecuencia no cabe hablar de una filiación directa de la Encomienda a la Hacienda pero en algunas regiones se produjo una superposición de hecho, aunque prohibi-da por las leyes: el encomendero fue a veces hacendado dentro de los lími-tes de su encomienda o en lugares vecinos. El Oidor Santillán atestigua que a mediados del XVI los conquistadores peruanos entendían que la encomienda les daba señorío sobre los indios y sus tierras. Y Solórzano refiere, según lo recuerda Villarán, que “solía dudarse si despoblándose las tierras de un repartimiento podría pretenderla el encomendero como recompensa de la pérdida sufrida”. Los mismos autores nos informan que el Marqués de Oropesa presentó esta argu-mentación a la Audiencia de Lima pidiendo merced de tierras. Las mismas reales cédulas que ordenan quitar las estancias a los encomenderos que las tengan en la jurisdicción de sus pueblos, parece indicar asimismo una situación de facto al margen y en contra de la evidente diferenciación jurídica entre encomendero y hacendado”[12].
Lo que ocurría al interior de las haciendas como unidades económicas tam-bién es relatado por Macera al hacer notar las formas de las que se valía el hacendado para explotar a los peones o jornaleros indígenas que realizaban faenas en los campos.
“Las haciendas, por ser muy bajos los jornales, nunca podían contar así lo hubie-ran querido (y no lo querían) con la cantidad de moneda fraccionaria necesaria para efectuar’ cancelaciones de menor cuantía. Aprovechando esta circunstan-cia instalaron una contabilidad de crédito y pagos diferidos cuyos ejes eran los Tambos prohibidos por el Rey y en donde el asalariado hacía anotar a su cuenta lo que compraba. En algunos lugares se daban “señas” que fueron el origen de las poste-riores “Fichas” del período republicano usadas en minas y haciendas peruanas, hasta principios del siglo XX en reemplazo de la moneda oficial. Valiéndose de este método los hacendados mantuvieron a sus trabajadores casi al margen de la moneda estatal y crearon sus propios símbolos de pago”[13]
Macera también explica la dicotomía de la economía y sociedad coloniales, lo que revela cómo la capa inferior de esta, conformada en gran mayoría por indígenas, realizó actividades económicas y laborales no supervisadas -al margen de todo control oficial. A partir de la división estructural -social, legal y cultural- finalmente germina la informalidad:
“Pensamos en el carácter colonial de la sociedad dentro de la cual se daban las relaciones de trabajo. Ese carácter colonial se expresaba por el funcionamiento dentro de la sociedad peruana de dos sub-sociedades o “repúblicas” como enton-ces se les llamó, entre las cuales por el acto inicial de la conquista se había estable-cido un vínculo de dominación. La sociedad indígena sojuzgada se hallaba referida al mismo tiempo a dos economías y culturas. De un lado se hallaba obligada a participar dentro del juego social de la sociedad mayor cuyas pautas habían sido diseñadas de acuerdo a los moldes europeos. Del otro, poseía una sub-cultura y desarrollaba una subeconomía propia, diferente y hasta opuesta a las que caracterizaban a la sociedad de los colonos. Esta división en dos Repúblicas favorecía los privilegios coloniales de europeos y criollos. A éstos no sólo pertenecía el poder político de decisión y la consagración y prestigio sociales, sino que también se reservaban los sectores económicos principales (gran comercio, minas, agricultura de exportación) dejando para la república indígena las actividades secundarias de algunas artesanías, el pequeño comercio de subsistencias y una agricultura que superaba en poco el autoconsumo”[14].
Pero la masa indígena encontró maneras de resistir o evadir esta condición de sometimiento a través de la propia informalidad que aprendió y desarrolló a partir de su trato con los colonizadores españoles. En otras palabras, se las ingenió para evitar el pago del tributo (con fuerza de trabajo). Se trataban de algunos resquicios legales que eran aprovechados por estos.
A continuación, Macera desarrolla nuestra aseveración en el siguiente párrafo:
“Dentro de esta estructura de la sociedad colonial el indio procuró reducir al mínimo su comunicación con los españoles; pues todos esos contactos, y en particular las relaciones de trabajo, venían a ser otros tantos modos de dependencia. La comunicación se producía, desde luego, pero como obligatoria y forzada por la “República” de españoles. Los indios por su cuenta aspiraban a vivir dentro de sus propios límites comunitarios persiguiendo un ideal de autosuficiencia que era la contrapartida de su propia inseguridad social a la cual reflejaba. Durante todo el coloniaje esa política indígena de autosegregación obstaculizo el pleno aprovechamiento de la mano de obra por parte de los colonos. Valiéndose de las propias leyes del Estado dominante, las comunidades indígenas conseguían librar parte de sus hombres del trabajo en la minería y agricultura españolas. Retención artificial y defensiva que permitía no sólo satisfacer las necesidades económicas inmediatas del grupo sino también preservar su coherencia interna. Es dentro de esta perspectiva que puede explicarse la multiplicación de cargos religiosos y civiles, dentro de las comunidades indígenas. Se trata de un sobre-empleo que mantenía ocupado, en algunos casos, al 50°/o de la población adulta hábil que, por esta razón podía llegar a ser sustraída, de hecho, al trabajo extracomunitario. En el pueblo cajamarquino de Santo Tomás de Hualgayoc, por ejemplo, sobre 50 tributarios había en 1801 diez ministros de justicia, entre alcaldes, Regidor y Alguaciles; 6 oficios de Iglesia y 6 camayoes de cofradías (no obstante que esas cofradías tenían, en muchos casos, sólo 4 cabezas de ganado). En total, 22 hombres distribuidos en funciones aparentemente triviales que no eran otra cosa que modos de rechazo y contraculturación. Estos hechos tuvieron que ser tolerados por el Estado español por considerarlos otros tantos medios de controlar la masa indígena; aunque al mismo tiempo, y he aquí la contradicción viciosa del sistema, el instrumento se volviese contra sus propios dueños y sirviera otros fines, contrarios al interés de los colonos. Pero andemos con prudencia. En estos momentos nadie puede todavía estimar el peso, la importancia de la actitud que las comunidades indígenas desarrollaron frente a su propia mano de obra. Su éxito estuvo de hecho limitado por la inevitable política colonial de la Corona que, sin dejar de proteger a los indios, protegía mucho más a sus propios colonos. La comunidad de indios se convirtió para los españoles en una fuente permanente aunque conflictiva y reticente de fuerza de trabajo. No pudo salvar siempre e indefinidamente a todos sus hombres. Tuvo que entregarlos a los colonos, permitir que salieran para minas, haciendas y para el servicio de las ciudades. En todos los casos constreñidos por la combinada presión de la Iglesia y el Estado que al menos en sus escalones ejecutivos inferiores (entre ellos los miembros de la nobleza indígena) terminaba siempre por resolver en favor de las necesidades de europeos y criollos”[15].
Si la ley presentaba vacíos estos eran utilizados para evitar menores cargas laborales e impositivas. Hay que tener en cuenta que este grupo mitayo asumía la mayor parte del tributo y era sometido a trabajos extenuantes, por lo que era lógico que buscara la manera de eludir la obligación de prestar servicio a los españoles. Creemos que la desigualdad instaurada por el sistema fue la causante de esta elección. Esta era manifiesta porque los indios se transmitían por contrato y testamento entre colonos. La explotación se realizaba por medio de curacas, caciques y curas, y posteriormente por corregidores. De la mano de obra barata dependía la alta rentabilidad del hacendado.
En lo que se refiere a la organización del trabajo indígena por parte de los colonizadores, que dicho sea de paso no estuvo exenta de informalidad, Macera expresa lo siguiente:
“Durante los primeros años siguientes a la conquista los españoles se apoderaron desordenadamente de la mano de obra disponible. Las audiencias, los cabildos y hasta los propios encomenderos (ninguno autorizado por ley) concedían indios a quien los pidiese fuese para labrar los campos, la guarda de ganados o el transporte de mercaderías, etc. Esta no era en realidad una Mita pues no había turno ni reglamentación. Los indios trabajaban a la fuerza y gratis, y la magnitud de sus prestaciones llegó a tanto que el virrey Toledo pudo calcular en millón y medio los jornales que habían dejado de cobrar los indios durante el tiempo anterior a su gobierno”[16].
En la asignación del trabajo indígena existían reglas como la de la séptima, en virtud de la cual los indios adultos de las comunidades debían prestar tributo (su fuerza de trabajo) por turnos y solo durante un período al año para realizar determinadas labores dentro de la hacienda. Macera describe las irregularidades en la captación de mano de obra indígena de la siguiente manera:
“Cuando un español (particular o institución) solicitaba uno o más mitayos, el go-bierno central abría un expediente complicado aunque sumario en el cual interve-nían el Contador de Retasas del reino, el Corregidor del respectivo, distrito y even-tualmente, el Protector de Naturales y las autoridades indígenas, Alcaldes y Curacas; todo ello para saber si con el número de indios solicitado se excedía o no la proporción fijada por la ley. La mita agrícola dependía en consecuencia de las revisitas demográficas que con propósitos fiscales debían realizarse periódica-mente. Esta regla era inflexible, al menos para la ley; no sólo estaba prohibido conceder más mitayos de los que cupieren en la séptima sino que además en ca-so que la población disminuyese debía realizarse una redistribución de la mita para que todos sus beneficiarios ajustaran su derecho a la nueva situación. Estos reajustes de la mita producían a veces complicadas situaciones aritméticas; pues en el rigor de la división y al reducir proporcionalmente los mitayos en provisiones de reparto, resultaban fracciones de individuo.
(…)
La estrictez de estas prorratas por disminución hizo que los españoles recurrieran a mil subterfugios para evadir la ley. Unas veces iniciaban un largo expediente para ganar tiempo y seguir gozando de los indios; otras, acudían al socorrido cohecho e complicidad con los corregidores. En esto llegaron a extremos delictivos. En el mismo sector del Cuzco a que nos hemos referido, el Conde Chinchón pudo comprobar, en 1614, que el corregidor del marquesado de Oropesa había nombrado teniente suyo nada menos que al hacendado Luis de Santoyo; el gato por despensero. Es fácil de imaginar lo que sucedió y el propio virrey indignado se lo reprochó a los dos diciendo que “no sirve el dicho teniente para otra cosa más de tener mano para hacer sus sementeras”. Pero a más de estas artimañas hubo otras menos reprendidas de tipo legal toleradas o aprobadas por el gobierno. La principal fue una interpretación torcida de las Hijuelas, es decir, las partes o cuotas que correspondía a cada pueblo indio para completar el entero de mitayos (con el nombre de hijuelas se conocía también a la cuota o repartición que tocaba a cada hacendado). Los españoles entendían que si la séptima de un pueblo era inferior a su hijuela entonces otro pueblo vecino debía suplir el defecto; esta interpretación valió en un caso concreto a favor de las haciendas cajamarquinas de Catuden y Chanta (1798) contra las guarangas de Contumazá que de 10 habían quedado reducidos a dos”[17].
En cuanto a la hacienda, para Macera:
“la hacienda peruana combinaba varios métodos, todos en contra de su trabaja-dor, para mantenerlos márgenes de ganancia dentro de una empresa en que la mayor parte de la energía era suministrada por el músculo humano. Los más utilizados fueron: a) él endeudamiento del peón; b) el régimen diferencial de precios; c) los pagos en especies y servicios y d) el consumo forzoso. El endeuda-miento que era el resultado final de todos los otros era reconocido como una polí-tica laboral razonable por la mayor parte de los hacendados, aunque algunos advertían sus peligros, que no faltaban”[18].
Macera sostiene además que:
“sin deuda no había trabajador. La deuda sin embargo tenía sus peligros, entre otros obtener un resultado precisamente contrario a su razón original, es decir ahuyentar al obrero endeudado. Así lo comprendieron alguna vez los jesuitas que tanto usaron no obstante del sistema. Las instrucciones de Camara y Ayuni consignan una prohibición expresa de la deuda “porque el indio cuando debe se huye y lo pierde la hacienda”. La verdad del razonamiento se demuestra en las continuas cartas de hacendados a corregidores para perseguir a los huidos; en los tumultos y rebeliones de la masa explotada”[19].
La deuda de cada trabajador indígena era un asunto que dependía de un sistema de precios fijado arbitrariamente por el hacendado. Las autoridades eran burladas regularmente por los poderosos hacendados y sus administradores. Al respecto, Macera menciona lo siguiente:
“(…) (los precios) en definitiva dependían de la voluntad del hacendado y su regla general era elevarlos por encima de los promedios, regionales. Dentro de la misma hacienda, además, podían regir varias tablas de precios según fuera la calidad del trabajador como lo indicamos al hablar de los “administradores”. Se llegaba en estos a extremos increíbles si no estuvieran expresamente atestiguados. Así las siembras de los anexos de Pichuichuro, Cacamarca y Ninabamba, “comprada” a los yanaconas o recibidas en pago de la tierra; en cualquier caso a precios muy bajos eran recotizados para los fines de las anotaciones de Quillcas (1768–1772) con ganancia para la hacienda. Lo mismo sucedía con el aguar-diente negociado en el Tambo de Pichuichuro (1770–1772). Aunque general para todo el Perú esta política de precios fue más intensa y extensiva en las provincias que a fines del XVIII compondrían las intendencias de Huamanga y Cuzco. Contamos al efecto con la información que organizó el gobernador de Huanta en 1771 sobre 27 haciendas de su jurisdicción; comparando los precios de la hacienda con los de la provincia y con los que regían en el mercado urbano de Huamanga. Aunque fue entorpecido en sus investigaciones por los cabildantes de Huamanga y otros poderosos; que siendo hacendados no tenían interés en que el funcionario supiese la verdad; el gobernador obtuvo algunas conclusiones por su cuenta, sin reparar demasiado en las cifras inventadas por sus maliciosos testigos. A su juicio los indios pagaban por las cosas que ellos mismos producían mucho más que un vecino acaudalado”[20].
Macera explica el sofisticado sistema de salarios en las haciendas:
“El sistema salarios-pagos en especies-servicios presentaba mayores refina-mientos (…). La hacienda peruana funcionaba como una Cámara de compensa-ción donde se compulsaban todas las deudas, créditos y cálculos de los diversos sectores de la sociedad real andina. El salario no sólo expresaba la relación entre el dueño y su patrón temporario o permanente. Sin mencionar el tributo y los diezmos-obtenciones, podía servir también para confrontar otros vínculos. El operario podía haber contraído obligaciones económicas con otros trabajadores o gente de fuera; por iniciativa, propia o reclamo del acreedor, la hacienda asumía la deuda y se la re-cargaba en la cuenta.
(…)
La hacienda supo desarrollar y extender este sistema de compensaciones y arre-glos, incluyendo las relaciones familiares Para los fines del salario la familia asu-mía la representación del individuo tanto para las deudas como para los créditos. Las relaciones de parentesco más próximo (filiación, matrimonio) suponían de hecho expectativas y deberes frente a la hacienda. Los padres gozaban o sufrían al respecto de un estatus excepcional. Si los hijos tenían deuda con la hacienda, los padres debían asumirla” [21].
Finalmente, en la República, siguiendo a Macera, veremos un personaje adicional, el gamonal, quien personificó el poder local, judicial, político y administrativo. Su antecedente directo son los encomenderos dado que impone su voluntad por la fuerza a la población indígena. Su explotación permanente le permite obtener cuantiosas rentas. El Estado toleró estas prácticas hasta finales de la década del sesenta del siglo pasado.
Fuentes:
[1] La sociedad inca se sustentaba valores como la verdad, la honestidad y el trabajo colaborativo o en conjunto. La clave de su expansión y buen gobierno se basó en estos preceptos morales: ser veraces, ser honestos y ser trabajado-res. Bajo ese trinomio moral se organizaron las conductas humanas en el Imperio inca o Tahuantinsuyo.
[2] Noejovich, Héctor Omar; Salles, Estela Cristina La defensa del Virreinato del Perú: aspectos políticos y económicos (1560–1714) Fronteras de la Historia, vol. 16, núm. 2, 2011, pp. 327–364 Instituto Colombiano de Antropología e Historia Bogotá, Colombia.
[3] Es autor de la investigación “Ambulantes y comercio colonial Iniciativas mercantiles en el Virreinato Peruano”, publicada en el Anuario de Historia de América Latina, Nº. 24, 1987, págs. 179–211. Además coautor con Enrique Ghersi e Iván Alonso de “El comercio ambulatorio en Lima” (ILD) (Lima, 1989).
[4] Se refiere a “Conquistadores o grupos marginales. Dinámica social del proceso de conquista”, Anuario de Estudios Americanos 42 (1985), p. 21.
[5] En la época colonial la entidad encargada de regular este tipo de actividad era el Cabildo de Lima. El Cabildo era la representación legal de una ciudad para ordenar el espacio urbano y las actividades luego de la Conquista.
[6] Iwasaki Cauti, Fernando. “Ambulantes y comercio colonial Iniciativas mercantiles en el Virreinato Peruano”, publicada en el Anuario de Historia de América Latina, Nº. 24, 1987, págs. 179–211.
[7] Ibidem.
[8] Fundación Telefónica — Proyecto Educared: Educación e Innovación para el S.XXI. El Siglo XVIII en el Perú. Rebelión de Túpac Amaru: situación del virreinato antes de la rebelión de 1780. Disponible en: https://educared.fundaciontelefonica.com.pe/sites/siglo-xviii-peru/tupac_amarua.htm
[9] Noejovich, Héctor Omar. La informalidad: ¿Una herencia colonial? Lima, Departamento de Economía, 2016 (Documento de Trabajo 419).
[10] Ibidem.
[11] Una vez capturado, Atahualpa ofreció a cambio de su liberación llenar dos veces la habitación en la que estaba recluido, de plata y una de oro “hasta donde alcanzara su mano”; los españoles aceptaron y de inmediato se mandó la orden a todo el Imperio Inca de que enviasen la mayor cantidad posible de oro y plata hacia Cajamarca. El total del rescate que el inca Atahualpa pagó a Pizarro por su liberación fue de 40,860 marcos de plata y un millón 14 mil pesos de oro, según registro del escribano de la conquista Pedro Sancho, quien cotizó el oro que se le entregó a Pizarro en pesos, marcos y coronas de la época.
[12] Macera refiere que “Es conocido que el Estado español no gobernó sus colonias valiéndose exclusivamente de su propio aparato administrativo. Tuvo como auxiliares suyos no sólo a la Iglesia y a los funcionarios del Estado Inca vencido sino también a la totalidad del sector privado español. En cierto modo es-te último sector suplía al empleado oficial;-la naturaleza y grado de esa sustitución varían”. En Feudalismo colonial americano. El caso de las haciendas peruanas. 1977. En Pablo Macera, Trabajos de historia. Lima: INC, págs. 3–43.
[13] Ibíd. págs. 3–43.
[14] Ibíd. págs. 3–43.
[15] Ibíd. págs. 3–43.
[16] Ibíd. págs. 3–43.
[17] Ibíd. págs. 3–43.
[18] Ibíd. págs. 3–43.
[19] Ibíd. págs. 3–43.
[20] Ibíd. págs. 3–43.
[21] Ibíd. págs. 3–43.